Centro Penal de San Pedro Sula: Así fue la historia negra de “la universidad del crimen”
En los predios de la antigua cárcel se construirá un centro tecnológico que beneficiará a la comunidad sampedrana.
San Pedro Sula, 19 de enero. Matanzas, amotinamientos, tiroteos, enfrentamientos, tráfico de drogas, prostitución y un completo autogobierno constan en la historia negra del Centro Penal de San Pedro Sula, construido en la década de los 40, es decir hace más de 60 años, pero cuyo desmantelamiento en 2018 dará paso a un moderno centro tecnológico de beneficio para esa ciudad.
Por más de seis décadas ese presidio mantuvo en zozobra e incertidumbre a los vecinos de los barrios y colonias aledaños, quienes dormían con un ojo abierto y el otro cerrado por temor a algún enfrentamiento o fuga de reos, las cuales eran frecuentes debido a los niveles de corrupción y el mandato que imponían los miembros de maras y pandillas.
Esta cárcel abrió sus puertas teniendo una población de 800 reclusos, pero debido al aumento de la incidencia delictiva la cantidad hasta alcanzar más de 4.000 presos. Con poca seguridad y con sus encargados al servicio de los reos, era imposible controlarlos.
Con un hacinamiento difícil de controlar, la ingobernabilidad se apoderó de la cárcel, cuyas autoridades cumplían las órdenes de los reclusos, quienes a la vista y complicidad de ellas eran dueños de negocios de todo tipo: drogas, bebidas alcohólicas, mujeres, armas, teléfonos, cargadores y hasta sicarios que salían para cumplir con el trabajo solicitado: matar.
Tragedias marcaron su historia
Este centro penitenciario, denominado como “universidad del crimen”, también registró varias tragedias, como la ocurrida en mayo de 2004, cuando un cortocircuito provocó un incendio en la celda 19, en el que fallecieron 107 integrantes de la pandilla 18.
Este caso trascendió internacionalmente y Honduras fue condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y obligada a pagar una indemnización de 35 millones de lempiras a los parientes de las víctimas, recibiendo cada familia 317.000 lempiras.
En abril de 2008, la sangre recorrió los pasillos de la terrorífica cárcel cuando nueve privados de libertad fueron asesinados.
Las autoridades de aquel entonces informaron, sin ahondar en detalles, que la matanza fue producto de problemas pasionales. Nunca se conoció el verdadero motivo de la matanza, de la cual las autoridades solo fueron espectadoras.
La historia negra continuó en 2009 con la fuga de 18 miembros de la pandilla 18 que desde su celda cavaron un túnel hasta una casa vecina, donde amarraron a todos sus ocupantes, para luego escapar de la zona sin ser atrapados.
Una semana después, una de las víctimas atadas por los antisociales falleció al no poder recuperarse de la impresión que le dejó el violento acto.
La mayoría de los pandilleros prófugos murieron al enfrentarse con las fuerzas del orden o con grupos rivales y otros en distintas circunstancias violentas.
Las fugas eran frecuentes por la debilidad del sistema penitenciario y la colusión de las autoridades, que estaban bajo el mando de los reclusos, quienes realmente controlaban el presidio.
En marzo de 2013, la sangre nuevamente manchó los pasillos de la cárcel, cuando un enfrentamiento entre grupos rivales dejó un saldo de 13 muertos; demostrando su insensibilidad, los responsables de los crímenes arrastraron los cadáveres hasta el patio para que el resto de la población carcelaria los observara y así generar temor.
Ante tantas historias que podrían ser contadas en una película de terror sobre la cárcel sampedrana, en 2016 el presidente Juan Orlando Hernández anunció el cierre de ese Centro Penal durante la 71° Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), iniciando así el proceso de transformación del sistema nacional penitenciario, donde ahora quienes toman las decisiones son las autoridades y no los reclusos.
Amos y señores
Las páginas negras de esta historia tienen otro apartado: el poderío de los integrantes de maras y pandillas, amos y señores durante más de 15 años en la cárcel sampedrana, lo que llego a su fin en septiembre de 2016, cuando sus cabecillas fueron trasladados a la cárcel de máxima seguridad El Pozo I, en Ilama (Santa Bárbara), donde permanecen en aislamiento.
El control que ejercían la pandilla 18 y la mara MS-13 fue tan evidente, que vivían en la cárcel como si estuvieran en un hotel o apartamento, entre lujos y comodidades que muchos ciudadanos no tienen. Llevaban una vida de reyes. Contaban con salón para recibir visitas y una discoteca donde bailaban mujeres desnudas.
Bajo los efectos de las drogas y el alcohol, estos antisociales se deleitaban viendo mujeres desnudas bailar alrededor de un tubo colocado en el centro del salón, donde la prioridad para pasar la noche con alguna bailarina la tenían los cabecillas de estas organizaciones.
Mientras unos se divertían, otros montaban vigilancia desde los miradores o huecos en las paredes que les permitían observar a quien transitaba alrededor del módulo; otros, portando armas largas, vigilaban desde la terraza, por encima de los torreones de los custodios.
El manejo y tenencia de las armas de alto poder quedaron evidenciadas en un video que las autoridades gubernamentales hicieron trascender, en los que se observa a los antisociales ocultos en una improvisada caseta y portando fusiles AR-15, M-16 y AK-47.
Esta acción fue en marzo de 2017, tres días antes de realizarse el traslado masivo de reos hacia El Pozo I, en una acción sin predecentes en Latinoamérica.
El control de maras y pandillas en el presidio sampedrano fue tal que todas las celdas asignadas para ellos fueron remodeladas y las hicieron de tres pisos, con pasajes secretos que los interconectaban entre sí; contaban con espacios familiares y clubes nocturnos donde los cabecillas y allegados departían. También habían caletas para ocultar dinero.
Los lujos y comodidades se extendían a las celdas de los jefes, las cuales fueron rediseñadas con ventanas estilo francés, aire acondicionado, lámparas y muebles de lujo, cama matrimonial, equipo de sonido, televisores plasma, juegos de Play Station y refrigeradoras. Ingresar a estas celdas no daba la impresión de estar en una cárcel.
Otros lujos y comodidades eran pisos y baños enchapados con cerámica, sanitarios y cortinas a tono con el color de la pared, muebles para colocar los set de limpieza personal, toallas, ropa interior y otros accesorios de uso personal.
Pero esta vida llegó a su fin el día en que comenzaron los traslados de los cabecillas de maras y pandillas a las cárceles de máxima seguridad El Pozo I y II, en Ilama y en Morocelí (El Paraíso), respectivamente. Ahora permanecen en sus celdas 23 horas al día y durante una hora reciben luz solar en un espacio acondicionado con láminas traslúcidas.
Atrás quedaron las grandes fiestas sin fin, el consumo de drogas y alcohol, los bailes de mujeres desnudas en el tubo del club privado. Ya no son ellos los que controlan el sistema penitenciario, su autogobierno finalizó en 2016, cuando el presidente Hernández ordenó su traslado a las cárceles de máxima seguridad.
Centro tecnológico
En el predio del antiguo centro penitenciario se construirá un centro tecnológico, para lo cual el presidente Hernández inicialmente asignó 60 millones de lempiras para iniciar con el proceso de construcción de esta edificación, que beneficiará a los sampedranos, en especial a los pobladores que por años vivieron atemorizados por tener de vecinos a los más peligrosos reclusos.
Este viernes la Fuerza de Seguridad Interinstitucional Nacional (Fusina) inició la Operación Morazán II, que tiene como objetivo continuar con las acciones para desarticular las estructuras de los grupos criminales, en especial de maras y pandillas.