Pascua distinta en La Habana
Columna por: José Rafael Vilar
Analista político internacional
El acercamiento de EEUU y Cuba dejó casi huérfana a una de las banderas del antiimperialismo
“Que Cuba se abra al mundo con todas sus magníficas posibilidades, y que el mundo se abra a Cuba” (San Juan Pablo II, visita apostólica a Cuba). Esta Semana Santa en La Habana (“resucitadas” oficialmente en Cuba luego de la visita de Benedicto XVI en 2012) fue muy distinta, en significancia y hechos, a otras que le precedieron, pero en ella también ha tenido mucha importancia la Iglesia Católica.
Ya con su visita en 1998, San Juan Pablo II abrió, hacia afuera, nuevas posibilidades de relacionarse con el mundo; y hacia adentro, repuso a la Iglesia en su relación con el Estado, fortaleció la institución y la reacercó —sin discriminaciones— al pueblo cubano.
Luego, Benedicto XVI en su visita profundizó la apertura oficial hacia la institución y sus fieles y, con mucho, contribuyó a convertirla en el interlocutor más aceptado entre la disidencia y el oficialismo, bisagra en muchas negociaciones. Al final, Francisco coadyuvó decisoriamente para que el 17 de diciembre de 2014 se produjera el descongelamiento de la relación entre Cuba y Estados Unidos, cerrando un ciclo de enfrentamientos entre ambos países iniciado a finales de 1959, y que, con la reapertura de representaciones de ambos países a nivel de embajadas en 2015, concluyeran, al menos oficialmente, 54 años de mutua incomunicación.
Por eso en esta Semana Santa habanera, el simbolismo de las relaciones de las últimas décadas entre los tres últimos papas y Cuba —apostólicas y, con mucho, políticas, que pudieran ya encontrarse globalmente en la II Celam de 1968 en Medellín con la presencia de Paulo VI— me lleva a otros simbolismos: los del reencuentro y el resurgimiento —resurrección— que llegaron a Cuba con la visita del presidente de EEUU, Barack Obama.
Si para algunos la visita de Obama a Cuba fue una “concesión sin reciprocidad”, olvidan elementos importantes: en el plano regional, el acercamiento con Cuba dejó casi huérfana una de las banderas más importantes del antiimperialismo latinoamericano: el bloqueo (pendiente de eliminar por el Congreso norteamericano); en el interno cubano, marcó diferencias ideológicas (principalmente sobre libertad de expresión y el derecho a poder disentir en esta etapa de posrevolución), abrió espacios de inversión (imprescindible para la economía cubana y beneficioso para EEUU) y sentó bases para acelerar el deshielo en las relaciones, a la vez que un baño de relaciones públicas y popularidad presidencial. Éstos, junto con la visita a Argentina, son éxitos indiscutibles de un presidente norteamericano que muchas veces ha sido timorato y ambivalente y que necesitaba dejar un legado: mejorar las relaciones con Latinoamérica, “enterrando” —en palabras de Obama— la Guerra Fría; y brindar a la economía de EEUU un nuevo mercado y foco de inversión, una necesidad de ambos países. Por ello, la afirmación de Fidel Castro Ruz: “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, enunciada en un reciente artículo titulado Hermano Obama, es certera, aunque en un sentido diferente al del escrito.
Más trascendente, no lo dudo, fue la frase de su hermano, el presidente Raúl Castro Ruz, en el encuentro oficial con Obama: “Debemos concentrarnos en lo que nos acerca y no en lo que nos separa”, como también podría decirse para Cuba la frase de Jorge Luis Borges que Obama repitió en Buenos Aires: “Y ahora creo que en este país tenemos cierto derecho a tener esperanza” (de una entrevista en 1984, recopilada en el libro Borges: Conversations).