¿Qué tiene que pasar para que renuncie un funcionario público?
Por: Darío Mizrahi dmizrahi@infobae.com En algunos países basta una sospecha de corrupción para que un ministro o secretario de estado dé un paso al costado. En otros, se aferran al cargo pase lo que pase.
La corrupción es habitual en cualquier parte del mundo. En todos los países hay funcionarios que violan la ley y abusan de su poder para beneficiarse.
Lo que varía notoriamente de una sociedad a otra es cómo se lidia con este fenómeno cuando alcanza estado público. En todos los casos interviene la justicia, que investiga y decide si el acusado es culpable o inocente. En algunos países lo hace con independencia del poder político. En otros, no.
Pero incluso en los sistemas judiciales más eficientes, pasan años hasta que hay certeza sobre la responsabilidad del imputado. ¿Qué pasa con el funcionario en el ínterin? ¿Debe continuar en el cargo o renunciar?
«Tiene que ver con el desarrollo del estado de derecho. En los países más desarrollados, cuando hay un señalamiento de corrupción hacia un funcionario, éste inmediatamente pone a disposición el cargo, para que se realicen las investigaciones.
En esos casos hay plena convicción de que es muy importante la moralidad pública», explica Jaime Cárdenas Gracia, doctor en derecho especializado en ciencias políticas por la Universidad Nacional Autónoma de México, consultado por Infobae.
«En otros países, esgrimiendo el principio de presunción de la inocencia, no renuncian hasta que se comprueban las imputaciones. Pero en este tipo de delitos es muy difícil obtener pruebas, y se vuelve imposible que un funcionario sea destituido», agrega.
¿De qué depende que la actitud de los funcionarios sea tan diferente en un caso y en otro? Hay dos grandes explicaciones. Una es la cultura política, que hace que los ciudadanos sean más o menos tolerantes con la corrupción. Otra son los controles institucionales que regulan a los hombres de estado.
Cuando los ciudadanos son cómplices de la corrupción
«Es clarísimo que hay sociedades más tolerantes que otras hacia la corrupción. ¿A qué se puede deber? Creo que el tipo de cultura política y democrática es determinante», dice a Infobae el politólogo español Ferran Davesa, investigador doctoral del Instituto de Estudios Europeos, con sede en Bélgica.
El norte de Europa tiene varios ejemplos de democracias muy consolidadas, que coinciden con sociedades que no consideran a la corrupción algo aceptable, o un mal menor.
«Son países con una cultura que la considera muy grave. Por lo tanto, el poder político se ve forzado a dar respuestas al público cuando aparece un caso. Es como una precaución: si hay una denuncia contra un funcionario, aunque no se haya probado nada judicialmente, se lo aparta para cuidar el cargo», explica Nuno Coimbra Mesquita, doctor en ciencia política por la Universidad de San Pablo, en diálogo con Infobae.
«Pero las encuestas muestran que hay otros países en los que la corrupción es más tolerada. Es el caso de Brasil y de América Latina en general. Aunque es un un poco relativo, porque también tiene que ver con la eficiencia del gobierno en otras arenas», agrega.
«LOS CIUDADANOS ESTÁN DISPUESTOS A ACEPTAR CORRUPCIÓN SI HAY DESARROLLO ECONÓMICO»
En las sociedades más permisivas, los sondeos de opinión revelan que la preocupación por la corrupción es fluctuante. Cuando los ciudadanos tienen trabajo y pueden consumir, suelen restar importancia a los delitos y abusos de poder de los políticos. Pero cuando la situación económica se deteriora y crece el malestar, un escándalo de corrupción puede ser el disparador de una crisis política.
«En muchos países de cultura democrática joven -dice Davesa- ha habido durante mucho tiempo un pacto tácito por el cual los ciudadanos están dispuestos a aceptar un cierto nivel de corrupción mientras haya desarrollo económico. Eso funcionó en España desde los 80, pero cambió de forma muy drástica cuando la crisis económica impactó en al gente y se situó como el problema más importante de la ciudadanía».
Brasil es otro buen ejemplo de esa doble moral de la ciudadanía. «Fernando Collor de Mello renunció en 1992 por una denuncia de corrupción mucho menor a otras, pero su gobierno tenía muy poco apoyo, estaba devaluado y la economía andaba mal. El escándalo del Mensalao en 2005 fue muy grande, y años después los principales funcionarios fueron condenados, pero el desempeño económico del gobierno de Lula era tal que la corrupción tenía un peso pequeño», cuenta Coimbra Mesquita.
Otra causa que explica esos cambios de humor colectivo es la importancia que le dan los medios de comunicación a los problemas de corrupción. «La cobertura mediática es un factor determinante para crear ese ánimo colectivo de hartazgo», dice Davesa.
Dilma Rousseff le pidió la renuncia a siete ministros que fueron acusados de corrupción durante su primer mandato
Reuters
La importancia de que los funcionarios estén controlados
«En México hay una gran discusión sobre si el tema de la corrupción es cultural -dice Cárdenas Gracia. La sociedad mexicana, desde su independencia, ha sido muy tolerante hacia la corrupción. El presidente, Enrique Peña Nieto, en una desafortunada declaración dijo que, como la sociedad es corrupta, también lo son las instituciones».
«Para mi no es una respuesta del todo válida, porque la corrupción florece cuando faltan mecanismos institucionales para enfrentarla. Y en México no hemos tenido esos mecanismos», agrega.
A modo de ejemplo, el jurista cita el caso de los fiscales. A nivel regional, dependen de los gobernadores. Y en el plano federal, del presidente. En esas condiciones, es muy difícil que prospere una investigación contra un funcionario de confianza.
«Tenemos mucha debilidad institucional. No hay organismos que fiscalicen y auditen. Por eso, mi tesis principal, sin desconocer los componentes culturales, es que es un problema institucional, por la debilidad de nuestros órganos de rendición de cuentas», dice Cárdenas Gracia.
Al estar menos controlados, los funcionarios no sienten tanta presión cuando se revela una irregularidad, y están menos dispuestos a dejar el cargo y perder todos los beneficios derivados de él.
«CUANDO HAY ELEMENTOS EN LA ACUSACIÓN, DEBERÍAN APARTARSE DEL CARGO»
Pero independientemente de las características del país, los líderes políticos siempre hacen una evaluación de costos y beneficios antes de pedirle o aceptarle la renuncia a un colaborador de confianza. Lógicamente, los costos a considerar son mayores cuanto más consolidadas están las instituciones.
«Es una cuestión de circunstancias específicas -dice Coimbra Mesquita. Cuando el presidente tiene un capital político muy grande, puede pagar el precio de mantener a un funcionario. En otros casos, el saldo puede ser negativo por el impacto en la opinión pública, entonces lo aparta».
«Un ejemplo práctico: cuando Lula fue reelecto en Brasil pudo darse el lujo de no apartar a ministros denunciados. En cambio, para Dilma Rousseff, que era una novata, el costo de mantener a determinados ministros envueltos en irregularidades era mayor», agrega.
Para ningún país es gratuito que un funcionario sospechado permanezca en el cargo. Por más que con el tiempo se pruebe su inocencia, es muy difícil reparar el daño que provoca en la confianza de los ciudadanos.
«¿Qué pasa si la sociedad ve que hay acusaciones y pruebas, pero permanece en el cargo -se pregunta Cárdenas Gracia-? Eso propicia que el ciudadano se sienta cada vez más alejado de las instituciones, que piense que los funcionarios no lo representan, que trabajan para su propio beneficios y no para la sociedad».
«Cuando hay elementos en la acusación, deberían apartarse del cargo. Eso ayudaría a que la sociedad vea que hay un interés por enfrentar la corrupción», concluye.